
El hombre de piel oscura con la trompeta dorada estiró sus cicatrizados labios, sopló una corta cadena de increíbles y brillantes notas, y luego, con cuidado colocó la trompeta al lado, y dijo:
"Ahh¡¡. Hay algo que he soñado toda mi vida. Y maldito sea si no se parece a lo que está por venir –ser el rey del desfile de los Zulus- . Después de eso, estaré listo para morir".
La tercera semana de febrero de 1949, pocos mortales estuvieron tan cerca de los deseos del corazón que Daniel Louis Armstrong. A sus 48 años estaba de regreso en el pueblo donde nació para ser monarca por un día en el bullicioso” Mardi Grass” de Nueva Orleans. Por primera vez en sus 33 años de historia, el “Zulu Social Aid and Pleasure Club” (fundado primariamente para asegurar a los suscriptores un funeral decente) había salido del pueblo por su rey del carnaval. En el pasado lo fueron porteros, dependientes o directores de pompas fúnebres (sin ofender a nadie), pero Louis, era un “royalty” de los grandes, inclusive una figura mundial. Muchos expertos del Jazz de la época que podían ser tan “snobs” y esotéricos como los existencialistas o los seguidores del culto a Bach, solemnemente lo proclamaban como el más grande genio musical que los U.S.A. produjeran. Alguien llegó a decir que el estilo Armstrong de improvisación “lo hizo un maestro del arte musical comparable sólo a los grandes castrados del siglo XVIII”.
Entre los intelectuales negros, los zulus y sus espectáculos eran considerados vestigios ofensivos del show juglar, tipo sambo negro. Para Armstrong, rey del jazz, el vasallaje de la parada zulu , sería la culminación sentimental de su espectacular carrera y un zambombazo, además. Para él, esas susceptibilidades eran absurdas. Le sonaban a nada.