I
Al filo de la fría medianoche
(eran vísperas de navidad), en una de las tres pequeñas salas de la funeraria, ya
sólo él, su madre y una mujer madura, a quien, vestida de riguroso luto (traje
sastre) a la hora del crepúsculo había visto entrar - portando una rosa roja- y dirigirse a depositarla
sobre el ataúd donde reposaban los restos de su padre, para luego encaminarse a
la silla de ruedas donde -casi puede decirse así- reposaba también lo que
quedaba de su madre, fundirse con ella en un abrazo que le pareció eterno,
coger la silla plástica blanca más próxima y sentarse a su lado, donde aún
permanecía acariciando y dando calor a las arrugadas manos de la anciana.
De repente, lo invadió aquella urgencia que con frecuencia lo asaltaba cuando era apenas un aspirante a adolescente y lo acompañó durante su juventud: ¡Estar en otro lugar! Caminó cabizbajo hacia el ventanal de la sala que por cierto lo había sido también de la casa familiar, ahora apartada por una pared y circunscrita a dos habitaciones y servicios esenciales. “Una buena renta bien vale una misa”, solía decirles por “Skype” el difunto cuando su madre era presa de la nostalgia por los buenos tiempos.
De repente, lo invadió aquella urgencia que con frecuencia lo asaltaba cuando era apenas un aspirante a adolescente y lo acompañó durante su juventud: ¡Estar en otro lugar! Caminó cabizbajo hacia el ventanal de la sala que por cierto lo había sido también de la casa familiar, ahora apartada por una pared y circunscrita a dos habitaciones y servicios esenciales. “Una buena renta bien vale una misa”, solía decirles por “Skype” el difunto cuando su madre era presa de la nostalgia por los buenos tiempos.
Observando la luna llena desde
la ventana, los recuerdos afloraban atropelladamente agolpándose en su cabeza y
la urgencia punzaba hasta la necesidad de salir corriendo apretándose la sien: << Es herencia de tu padre,
mijo. Mi padre. Vaya tipo raro. Comenzando por que nunca engendró. Extraño y
todo, era un hombre bueno. Lo sentí cuando me dijo -en una de sus idas y
venidas al extranjero, observando la luna desde esta misma ventana-, que cuando
viniera con más tiempo me enseñaría muchas cosas sobre ese satélite, al cual
como suele suceder, yo creía de queso.
Que era perito en ellas. Y así fue. Me parece familiar el rostro de esa
señora. Dentro de un rato me acerco. Pues sí, qué más da que mama recibiera, ahí
sí que literalmente, el polvo de un país vecino en aquel lugar adonde la llevó
el destino a fungir como ecónoma. Que
más da. Para mí seguirá siendo una
santa. Mi santa Tecla. Realmente me
gustaría saber quién fue o es todavía, no lo sé, el otro seminarista. De
cualquier modo, el viejo ya tenía las horas contadas. Se le notaba la última
vez que vino hace seis meses. Ya descansó>>.
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