lunes, 18 de febrero de 2008

Que 117 años no es nada.

"A los que silbaban los tangos de Gardel"

Heredé de mi padre la afición al tango y la leyenda de Carlos Gardel. Cuando yo era muy niño, mi padre, que era muy entonado, silbaba o tarareaba tangos a través de la casa. Nada me conmovía tanto, sin entenderlas mucho (yo tendría seis o siete años), canciones como “Ladrillo”, “Barrio Reo”, “Adiós muchachos”, “Volver”

Cuando se habla de Gardel se le relaciona ante todo con la zona aledaña del Abasto, el antiguo mercado popular, en la zona de Balvanera, que ahora es un shopping ultra kitsch. Se ha restaurado tratando de conservar al máximo, si en él hay un mínimo, la fachada y las estructuras antiguas.
La calle Carlos Gardel, que da transversalmente al mercado, es una vía desmedrada. En la esquina, frente al famoso café Chanta Cuatro, que en la transición de siglo sirvió de sitio dilecto de los payadores citadinos y donde asistían los primeros cantores de tango, se alza la estatua del Zorzal. La firma con mayúsculas un señor pagés . La estatua está hiperbólicamente estilizada. ”Como el noventa y ocho por ciento de las estatuas”. Y como el nombre del artista”.
El Chanta Cuatro será hoy un restaurante costoso. Como al Café Tortoni, deben visitarlo esnobs medio enterados, turistas picaflores y paleros de la fotografía. Ya el rótulo denuncia el mal gusto: se ve más grande la firma de Carlos Gardel que el nombre del establecimiento.
Pero ¿cuáles cafés, de los muchos a los que fue asiduo, Gardel frecuentó más y les fue ardorosamente leal? Si nos atenemos a sus biógrafos, en su primera juventud lo fue el O'Rondeman, en Agüero y Humahuaca, en la zona del Abasto (los hermanos Traverso, propietarios del local, eran mecenas y amigos de Gardel), y el ultra célebre Café de los Angelitos, en Rivadavia y Rincón, que no era ni de lejos el vistoso local de hoy. Desde luego, también el Chanta Cuatro.
Nos encaminamos a la casa-museo. En las calles se ven fotos de Gardel. Después acabaría comprobando que en la Capital Federal –no sé si en el Gran Buenos Aires– es con mucho la imagen más divulgada y visible. Por supuesto son las fotografías de la última época, cuando Gardel vestía impecablemente y no tenía la gordura sobrenatural, como cuando en 1917 filmó Flor de durazno. Con 1.70 m de estatura llegó a pesar hasta 120 kilos. La mayor parte de su vida Gardel fue gordo o algo pasado en carnes.
Llegamos a Jean Jaurés 735. Se lee en una placa: “Esta casa perteneció a Carlos Gardel y en ella vivió junto a su madre los últimos años de su vida.” Vivió en la casa, salvo, claro, las largas temporadas en que salió de gira en esos años al extranjero. La compró en 1928. Actualmente la fachada es de color cremoso y las ventanas son rojas. Enfrente hay una tienda con el rótulo El Morocho del Abasto, que fue el sobrenombre de Gardel más conocido, a quien también llamaron el Moro, el Francesito, el Zorzal, el Zorzal Criollo, el Mudo, el Troesma o simplemente Carlitos o el Morocho. Asimismo su nombre se transformó: pasó de Charles Romuald Gardes a Carlos Gardes, y desde 1912, cuando graba sus primeros discos para la Columbia , aún con un sonido lleno de carencias y fallas, se criollizó el apellido volviéndose Carlos Gardel, y ya en 1913, en su segunda gira por provincia, como prueban Osvaldo e Iván Barski en su monumental libro Gardel. La Biografía (Buenos Aires, 2004), Carlos Gardel será invariablemente su nombre tanto artístico como real.
En la casa de junto se alzaba un Centro de Cultura Carlos Gardel. En la puerta pervive una foto suya y en notas musicales el tango cuya letra compuso Alfredo Le Pera y al que él puso líricamente música: “Mi-Bue-nos-Aires-que-rido...” La calle donde está la casa se le llama también del fileteado, es decir, esa suerte de adornos o escritura en arabescos muy populares en las décadas de oro.
Entramos. Se oyen sus canciones. Hasta donde fue posible, la casa se reconstruyó con trabajada fidelidad. Uno puede hacerse la idea de lo que fue con el patio rectangular y al lado derecho el ala donde se alineaban el vestíbulo, la sala de estar, los cuatro dormitorios. Aun las jaulas pajareras cuelgan en el patio interior. Al fondo se hallan baño, lavadero y cocina.
En los ex dormitorios está montada la exposición. Me asombra no encontrar ninguno de los objetos personales de Gardel que yo había visto en el famoso número de la revista Gente de 1977 (Carlitos Gardel como nunca se vio): el pasaporte falso donde se simula con la nacionalidad uruguaya, llaves, el anillo de oro, los prismáticos que utilizaba para ver de lejos las carreras de caballos en el hipódromo de Palermo, cheques expedidos en Nueva York, la billetera con sus iniciales, cosas del neceser, el encendedor de oro y laca, el baúl de viaje, una cigarrera de varias maderas (fumaba cigarrillos y habanos), un bastón con virola y extremo de oro, un pañuelo con las letras cg , cuellos de camisa y corbata… A una pregunta que formulo a una de las empleadas del porqué no hay un solo objeto personal de Gardel, responde: “Están en manos de particulares. Algunos quisieran donarlos pero temen por su destino.” “¿Cómo?” “Se los roban. Ya ha sucedido”.
En su libro de recuerdos (Carlos Gardel. La verdad de una vida, Buenos Aires, 1968) Armando Defino cuenta que, cuando repatrió los restos, llevaba en varios baúles guardarropa y objetos personales. “Mucha ropa y de toda clase. De etiqueta, de diario, de trabajo, interior… Y toda lujosísima y de corte impecable. En la mayoría de ella las etiquetas eran de Londres.”
Y ¿qué se hicieron?
En la casa miro una copia del acta de nacimiento donde se lee que Charles Romuald Gardes nació en Toulouse, Francia, el 11 de diciembre de 1890, a las dos de la mañana, hijo de Berthe Gardes, planchadora, nacida en Toulouse y domiciliada en la calle del Canon d'Arcole 4. Su madre y el pequeño Carlos llegaron el 11 de marzo de 1893 a Buenos Aires. Carlos tenía exactamente dos años y tres meses de edad. De cierto, cuando uno lee las biografías, uno siente y sabe que el lugar de nacimiento fue un accidente y que por los cuatros costados y con todo el corazón Gardel fue y se sintió argentino y ante todo porteño, aunque se adjudicara la nacionalidad uruguaya por oscuras razones que cada biógrafo trata de interpretar y cada uruguayo toma como verdad indiscutible.

LA NOCHE DE 1913
En un muro se ve la carátula del disco Lo que fui, que grabaron él y José Razzano, y el cual cantaron el 30 de septiembre de 1924 en la primera emisión radial en Argentina. Otros discos anunciados son Amargura y Mi Buenos Aires querido. Hay carteles de presentaciones del dueto: uno, titulado “¡Ay, Elena!”, y otro, “Amargura”, donde se lee que cantarán cielitos y vidalitas.
Carlos Gardel y José Razzano se conocieron en un duelo de cantores –una tenida– en 1911. La primera vez que ocurrió el desafío se dio en terrenos gardelianos, en la colorida zona del Abasto, en casa de un tal Gigena y, la segunda vez, en terrenos de Razzano, en el Café del Pelado, en la esquina de Moreno y Entre Ríos.
Por más de diez años, entre 1913 y 1925, con un reprise provisional en 1929, Gardel formó dueto con José Razzano, apodado también el Orientalito, por haber nacido en Uruguay. Julián y Osvaldo Barsky anotan algunos puntos iniciales de contacto entre los dos: por un lado, “un padre ausente, un viaje temprano [a Buenos Aires] y una madre ganándose la vida como podía” y, por el otro, la indeclinable perseverancia por el canto y el anhelo obstinado de alejarse de la pobreza ofensiva. Antes de que Gardel se convirtiera en el gran exponente y el mayor divulgador internacional del tango, quizás ambos, en los años diez y principios de los veinte, fueron los principales promotores argentinos de la encantadora canción criolla: milongas, canciones, cielitos, estilos, tonadas, cifras, vidalitas tristes... Ni él ni Gardel, como confiesa Razzano en las Memorias que le dictó a Francisco García Jiménez, tuvieron facultad de verseadores ; se concretaron a entonar, “con recursos personalísimos, las estrofas de otros” (Vida de Carlos Gardel , Editorial Taurus, Buenos Aires, 1946). La voz de Razzano –escribieron los Barsky– era de “tenor ligero, un tanto nasal y de registro limitado.”
Pero, ¿cómo empezó la celebridad del dueto? Después de pasarla de lo más mal, un golpe de fortuna, en el verano de 1913, modificó radicalmente en unas horas el destino de ambos. Como quien va en una sola noche del infierno al cielo sin pasar aduana por el purgatorio. Gracias a la invitación de Francisco Taurel, los dos amigos se reunieron en la Confitería Perú de la Avenida de Mayo y cantaron para un Senador, el Jefe de la Policía de la Provincia de Buenos Aires y el chileno Osmán Pérez Freire, autor de “Ay, ay, ay”, una canción de éxito de principios del siglo xx. El grupo la siguió en el prostíbulo de Madame Jeanne, en calle Viamonte, y la terminaron en el famoso cabaret Armenonville, de Avenida Alvear, donde tuvieron una presentación que resultó apoteósica. Sobre esto corre una anécdota que esencialmente va a lo mismo pero se ha contado de diversas maneras: faltan o sobran personajes o se dicen las cosas diversamente. Nos atendremos a la autoridad confiable de Simon Collier. Los propietarios, luego de oírlos, llamaron aparte a Razzano y ofrecieron al dúo setenta pesos por cantar en el cabaret. Razzano lo comentó con Gardel, quien decía que para una quincena era poco. Razzano regresó para aclararlo. Era por noche, le dijeron; el Orientalito casi se va de espaldas. Fue con Gardel a comentárselo, quien en una de sus características salidas, exclamó que con ese pago vendrían hasta a lavar los platos. Otra fuente refiere que Gardel dijo: “Con eso les cuidamos hasta el guardarropa.” Debutaron a las diez de la noche del siguiente día.
Para siempre Razzano recordaría esa noche de triunfo –se lo dijo a García Jiménez– como el momento que dio inicio a una nueva vida.
Si la primera noche resultó difícil apagar el estruendo, al final de la segunda fue el delirio: los jailaifes, los millonetas, lanzaban vítores luego de cada canción y terminaron paseándolos en andas. Gardel creyó que les tomaban el pelo; Razzano lo convenció de lo contrario: había visto a esos señores caérseles las lágrimas. Y 1913, como dice Francisco García Jiménez (la pluma que escribe la voz de Razzano en el libro) resultó de triunfo y no de 13 yetta. La música criolla estaba en pleno vuelo. García Jiménez apunta una coincidencia dolorosa: “El primer teatro donde cantó Carlitos Gardel fue el Nacional y en el mismo Nacional hizo su última temporada teatral en Bellas Artes, veinte años después.” Pero el sitio por excelencia para el dúo desde 1917 fue el Teatro Empire, que rivalizaba con el Esmeralda. Para 1946, cuando se publica el libro de Razzano con García Jiménez, el Empire ya había desaparecido.
Me parece que el primer encuentro con Razzano en 1911 y la noche triunfal de 1913 serían los primeros acontecimientos claves en la carrera artística de Gardel. Luego, si no yerro, sería su inicio como cantor de tangos, cuando con Razzano cantó en el teatro a mediados de 1917 “La noche triste”, de Samuel Castriota, el tango originalmente se llamaba “Lita”. Cuando Gardel lo grabó en 1918 se popularizó de inmediato, al grado que –señala su primer biógrafo importante, Simon Collier–, “se ha considerado el momento decisivo en la historia de la música popular latinoamericana, el momento en que nació el tango como tal” (Carlos Gardel, su vida, su música, su época , Buenos Aires, 1988). Un nuevo momento sería cuando conoció a Isabel del Valle, su novia adolescente de catorce años, en noviembre o diciembre de 1920, noviazgo que duraría más de una década, hasta que Gardel se hartó de ser explotado por ella y por la familia y, gracias a los oficios de Armando Defino, cortó por lo sano el vínculo.
Sin duda después sería su primer viaje a Madrid en diciembre de 1923, cuando cantó con Razzano en el Teatro Apolo con la compañía Rivera de Rosas, el cual empezó a abrirle las puertas de Europa y le permitió conocer Toulouse, y en Toulouse a su familia materna, y después, acompañado por Razzano visitar París y empezar a soñar en grande y, claro, el regreso, ya solo, de noviembre de 1925 a marzo de 1926, a cantar en Barcelona, Madrid y Vitoria. Para entonces Gardel ya era en España una celebridad del tango.
El siguiente hecho clave de Gardel fue su apoteósico triunfo parisiense, que empieza en octubre de 1928, sobre todo con sus presentaciones en el cabaret Florida, y termina en abril del siguiente año. El público y la prensa se le entregaron. En tres meses se vendieron 70 mil discos suyos. Ya se codeaba con las celebridades de la época. Logró lo casi inconcebible: cantar en la Ópera en la función del Bal des Petits Lits Blancs y en la vasta sala Empire. París universalizó el tango, como dijo Edmundo Guibourg, pero quien ayudó más a eso fue Carlos Gardel.
El último acontecimiento trascendental, me parece, es la filmación en Nueva York, en 1934, de Cuesta abajo, al lado de la actriz argentina Mona Maris. Si bien ya Gardel era más conocido que reconocido por películas como Luces de Buenos Aires (1931) y Melodía de arrabal (1932), Cuesta abajo resultó un éxito inusual de taquilla y lo proyectó como actor y le dio más imagen internacional como cantante. Es difícil olvidar en la película cuando Gardel canta con sinceridad apesadumbrada el tango de Enrique Santos Discépolo, que da título al filme, mientras en una esquina lo oye llorando Mona Maris –él nunca la ve–, o cuando canta en el barco, ya de regreso al país, “Mi Buenos Aires querido.”

SAN GARDEL
Seguimos el recorrido por la casa. En los muros se miran discos suyos y carteles de presentaciones públicas y de películas, como el del filme El día que me quieras. Como se sabe, en ese tiempo, en Uruguay, Argentina o Chile, a la sala de cine se le llamaba biógrafo o cinematógrafo. En los filmes y en los clips de Gardel se nota de inmediato que no tenía idea de cómo tocar la guitarra; mueve –si mueve– por mover los dedos sobre las cuerdas. Por eso, cuando a Razzano le preguntaron si dominaban la guitarra, respondió con una pregunta: “¿A usted le parece que un instrumento como la guitarra se domina así no más?” Para la revista Cromos de Bogotá, Gardel reconoció en 1935 que tocaba de oído, “puramente de oído”. Una cosa es cierta: Gardel prefería cantar con sus guitarristas que con orquestas, aun si se acompañó varias veces de éstas.
Pero lo más asombroso de la casa es la sala que podríamos bautizar de la Canonización. San Carlos Gardel, quien suscita aún un inusual fervor religioso, y realiza en ocasiones milagros psicológicos y laborales, pero que deja a veces, por negligencia, olvido o imposibilidad, su trabajo a medias. Hay una suerte de ex votos argentinos junto a la fotografía: “Gracias Carlitos Gardel. Ruego por tu eterno descanso por haberme curado de una depresión escuchando tus cantos”; o este de Ana, que no le perdona el milagro inconcluso: “¡Carlitos! Termináme de ayudar”; o este de Lucía, sospechosamente ambiguo: “¡Gracias Carlitos por lo que me diste!”; o este, de una anciana, del 6 de febrero de 1997, donde se demuestra que Gardel aún conservaba influencia a finales del siglo xx en el ministerio del Trabajo: “¡Gracias Carlitos por la pensión!”; y dos, que no se andan con cuentos ni por las ramas y lo ubican en la punta más alta de la cordillera artística: uno, del país: “En Argentina ser grande es ser Gardel!” y el otro, de los tiempos: “Al más grande cantor de siempre.”
Después de comer en un restorán de calle Corrientes (el amable dueño me regala un cigarro) nos dirigimos en Metro al cementerio de La Chacarita. Bajamos en la estación Federico Lacroze. Mientras voy en el vagón recuerdo la muerte absurda de Gardel en el pequeño y bello aeropuerto de Medellín, Colombia, el cual tuve oportunidad de conocer en noviembre de 2003, y donde una y otra vez reconstruí imaginaria y obsesivamente el accidente. El avión había llegado de Bogotá. Se haría una brevísima escala de veinte minutos para cargar combustible y se volaría a Cali, donde, para su presentación en el teatro, ya se había agotado el boletaje. Luego viajaría el grupo a Panamá y a Cuba. Gardel y los acompañantes bajaron para beberse un whisky. Una multitud no dejaba de aplaudirlo. Para que los medellinenses o “paisas” fueran a saludarlo se declaró día feriado. El grupo subió de nuevo. Serían más o menos las tres y diez de la tarde. El piloto, Ernesto Samper, era el dueño de la compañía aérea ( saco ). Iban en el avión con el Troesma, entre otros, sus tres guitarristas (Aguilar, Rivero y Barbieri) y Alfredo Le Pera, el excepcional letrista que escribió los famosos tangos de sus últimos años a los que el mismo Gardel puso música... El avión rodaba aún sobre la pista cuando fue presa de un viento repentino que lo arrojó contra un avión alemán de nombre colombiano (Manizales), el cual también había cargado combustible y en el que viajaban cinco personas. Hubo un tremendo estallido y un incendio feroz. Del Manizales no se salvó nadie; del avión de la saco lograron salir con vida su guitarrista José Aguilar, el joven catalán José Plaja, que le servía al Morocho de profesor de inglés, y Grant Flynn, el gerente de tráfico de la compañía de Samper. Fue a tal grado el shock que sufrieron, que ninguno de los sobrevivientes tenía recuerdos conexos de lo que sucedió la tarde funesta y aun de Flynn no se supo más. Diecisiete cadáveres quedaron carbonizados. ¡Vaya paradoja en la tragedia! Desde hace muchos años, Medellín, después de Buenos Aires, se considera la ciudad más tanguera del mundo. O, para los colombianos, la más.

LA TUMBA DEL MOROCHO
Antes de entrar al cementerio de la Chacarita compro un clavel. Luego de unos minutos inciertos llegamos a la tumba, o más bien, a la cripta familiar. Resplandece de flores. Hay dos hombres junto a la tumba: uno, un italo-argentino, de cuyo coche destartalado salen de un mal reproductor canciones de Gardel como con sonido de época; el otro, de nombre Roberto Liporace, miembro activo, con su hermano Óscar, de la Peña Dominguera. En la cripta yacen Gardel y su madre. Nada más justo; el hijo tenía por doña Berta auténtica veneración y doña Berta un fervor sin fondo por su hijo. En los aniversarios del nacimiento y la muerte del Morocho (11 de diciembre y 24 de junio), nos dice Liporace, se abre la cripta y se puede bajar. Fue tan demoledor para doña Berta el golpe causado por el avionazo de Medellín, que las veces que salió de su casa, de 1935 a 1943, era casi exclusivamente para visitar el cementerio y dejar flores en la tumba o asistir al cine cuando exhibían películas del hijo. Entre fantasmas, doña Berta oía en su casa los frecuentes programas radiales que dedicaban a Gardel. En el último capítulo de su biografía, el cual leemos con un nudo en la garganta, Simon Collier escribe:
Adela Defino –esposa del representante final (Armando Defino) de Carlos Gardel– que habitualmente acompañaba a doña Berta en estos paseos, notó que a menudo ella cerraba los ojos durante la proyección, abriéndolos sólo cuando Carlos aparecía en la pantalla: en cierta medida cultivaba la ilusión (al menos mientras estaba en el cine) de que su hijo aún estaba de gira por el Caribe. Al escuchar la radio, doña Berta aprendió a calcular la duración de los anuncios publicitarios y bajaba el volumen del aparato entre una canción y otra.
En una entrevista filmada, que integró Juan C. Codazzi en su magnífico documental cinematográfico (Carlos Gardel, rey del tango, 1986), la madre declaraba: “Para mí mi hijo no ha muerto. Siempre lo he esperado. Me parece que voy a llevarle su matecito a la cama, siempre, para despertarlo.”
De pronto llega sonriente una pareja de jóvenes que parecen ser marido y mujer. Son asiduos a la extraña, o al menos anómala, tertulia de los domingos en la tarde, que se ha hecho un ritual a través de los lustros, pero como Liporace dice con fatiga y melancolía: “Cada vez vienen menos.” El joven pregunta de dónde somos. Máximo precisa: “Él es mexicano, yo argentino.” Con inmediata simpatía el joven me suelta una consigna: “¡Zapata y Perón,/ un solo corazón!”
Arriba de los restos hay una estatua en bronce de Gardel y a su lado una estatua de una mujer llorosa, tendida como se tiende un musulmán al orar, y que sostiene en las manos una lira rota. Subo con alguna dificultad al techo de la cripta, pero como ya hay un pucho entre los dedos, dejo la colilla en la boca de Gardel (como prometí a Juan Gelman) y a los pies el clavel (en memoria de mi padre).
Me bajo. Las placas cubren casi toda la cripta. Se ve asimismo una foto del ídolo con su nombre escrito, y debajo, también escrito, su repetido sobrenombre (El Morocho del Abasto). Entre las placas me sorprende la de un barítono mexicano: “ La Canción Mexicana. Alfonso Ortiz Tirado.” Hay placas conmemorativas enviadas por asociaciones o radios o circos o personas de Japón, Francia, Ecuador, Brasil, Perú, Colombia, Venezuela, Puerto Rico, Estados Unidos... País por donde pasó y cantó, Gardel se volvió un ídolo y, a la larga, un emblema y un icono: Uruguay, España, Francia, Estados Unidos, Puerto Rico, Venezuela, Colombia. Cuando casi terminaba su larga gira latinoamericana lo alcanzó la muerte en Medellín. Lo reconocieron porque, aun carbonizado, el cuerpo estaba íntegro, y asimismo, por su límpida dentadura, por una cadena de oro con su nombre y por un documento con su domicilio porteño. Al morir Gardel tenía cuarenta cuatro años, seis meses y trece días de vida. Lo enterraron al día siguiente, acompañado por una multitud, en el cementerio de San Pedro, de donde sería exhumado el 17 de diciembre de ese año gracias a los oficios de su ultra leal amigo e impecable albacea Armando Defino, que llevó, luego de un largo itinerario, los restos a Buenos Aires, donde llegaron el miércoles 5 de enero de 1936. Al día siguiente se le enterró aquí en el cementerio de La Chacarita , en la sección del Panteón de los Artistas, y el domingo 7 de noviembre de 1937, gracias a una gran colecta, en la tumba actual. Si el tango, como dice Ernesto Sabato, es “el fenómeno más original del Plata” y es por él “que nos conocieron en Europa, y el tango era la Argentina por antonomasia, como España eran los toros” (Tango , Buenos Aires, 1963), Gardel fue con mucho el mayor de sus divulgadores, pese a alguna declinación y pese a que exponentes como, entre otros, Mercedes Simone, Tita Merello, Azucena Maizani, Libertad Lamarque, Sofía Bozán, Ignacio Corsini, Agustín Magaldi, Agustín Irusta, Homero Manzi, Aníbal Troilo, Edmundo Rivero y Astor Piazzolla continuaron a su manera por diversas vías la bellísima tradición. Como cantor de tangos nadie le hace sombra a Gardel, a quien, para que el mito creciera –como entre nosotros el caso de Pedro Infante– ayudó el resplandor sombrío de una muerte joven. En el mito se confunden la figura y el cantor. El mismo Cadicamo dice al final del reportaje fílmico de Juan c . Codazzi que el genio no se lleva con una vida larga y que Gardel creó una época y esa época se acabó con su muerte.
El tango, nacido como baile en los suburbios pobres o pobrísimos de Buenos Aires, producto del hibridismo múltiple de los inmigrantes, que se desarrolló en un ambiente de lenocinio y el cual fue al principio bailado por el hampa menor de compadritos y malevos, acabó llegando a las más grandes y lujosas salas de teatro, de conciertos y de cine de Europa, de América y del Extremo Oriente. Como la música criolla en los años diez del siglo pasado, el tango fue gustado después en Argentina por todas las clases sociales. O para decirlo de otra manera, la música criolla, impulsada ante todo por Gardel y Razzano, abrió puertas y ventanas para que el tango cantado fuera mejor apreciado desde 1917, teniendo el tango su âge d'or en las décadas de los veinte, los treinta y los cuarenta.
Sigo viendo las placas adheridas en la tumba. Con una cacofonía y una rima interna que rompen los oídos, leo unas palabras de gran sinceridad, que no desdice la mundialmente célebre inmodestia de los argentinos: “Don Carlos: Embajador en todo el planeta de nuestra música popular con tu voz sin igual.” Hay otra, sin embargo, que supera cualquier panegírico hecho a cualquier cantante de cualquier siglo, salvo a Dios, pero del cual, por desgracia, no sabemos cómo canta: “Al siempre perfecto e inalcanzable intérprete de toda la humanidad.”
–Hay buen número de placas recientes –comento.
–Las otras se las han robado –comenta Liporace con la ironía desdeñosa de quien da esas cosas por supuestas.
En eso llega un hombre viejo, pobrísimo, silencioso, que despliega sobre la tumba fotocopias que ha sacado en la semana. Es infaltable, me dicen, a la tertulia. Lo llaman el Tío. Poco a poco me doy cuenta que es de esos personajes que pasan un momento por tu vida y te dejan un recuerdo de inolvidable ternura. El joven y su novia se me acercan. “Nunca pide nada pero no le cae mal recibir algo.” Me aproximo y le doy un billete. Para mi sorpresa queda agradecidísimo. Me empieza a dar fotocopias. Le acepto dos: una, donde están las canciones “¡Yira, Yira!” (1929) y “Adiós muchachos” (1927), y otra, con una foto de Gardel con un traje impecable y su sombrero panamá. Arriba de la letra de “¡Yira, Yira!” hay una imagen del filme El tango en Broadway, donde el Morocho está en medio de sus “Betty, Peggy, Mary, Julie.” Le pido que me dedique la copia con la foto. Escribe con letra incierta: “Para Marcos [sic] el mejicano con todo cariño y alegría. 20.08.2006. Buenos Aires”. Firma: José. Me arrepiento de no haberle dado más.

EL ACTOR QUE YA NO FUE
Veo la foto de Gardel con las jóvenes estadunidenses. Pienso que, a excepción de una aparición en el cine mudo en Flor de durazno (1917), la vida cinematográfica de Gardel duró de 1931 a principios 1935. He podido ver seis de las películas que filmó: Luces de Buenos Aires (1931), Melodía de Arrabal (1932), Cuesta abajo (1934), El tango en Broadway (1934 ), El día que me quieras (1935) y Tango bar (1935). Se realizaron en estudios de la Paramount en París y Nueva York. Adelqui Millar lo dirigió en la primera, Louis Gasnier en las tres siguientes y John Reinhardt en las dos últimas. En general son mediocres melodramas, filmados con la sesgada intención de que el Zorzal se luciera a la hora del canto, pero si uno observa con cuidado notará que hacía rápidos progresos como actor, pese a que ya no era un joven. Más: tomando en cuenta que filmó en los inicios del cine sonoro, no podemos ser jueces demasiado severos con sus actuaciones. Más allá del instante inmovilizado de la fotografía, si tenemos una imagen de su figura, de cómo cantaba y bailaba el tango (lo bailaba, por cierto, con muchísima gracia) es por las películas que filmó. Al verlo y al oírlo, pese a que en ocasiones gesticulaba exageradamente, sentimos de inmediato cómo se metía en la letra de la canción hasta hacerla íntimamente suya. “No puede ser uno como un loro”, decía su novia Isabel del Valle que Carlitos le decía. Y es cierto. Al oírlo, o al verlo y al oírlo, uno siente que cantaba para todos y para cada uno. Es imposible dejar de oírlo. Días antes de morir, entrevistado para la revista Cromos bogotana, declaró que pensaba dedicarse de lleno al cine. “Es lo que más me agrada y me divierte.”
El frío cala. Nos despedimos. Prometo venir el siguiente domingo sabiendo que no lo voy a hacer.
Pienso en Gardel. Si alguna vez se le subieron los humos a la cabeza, si cuidaba lujosamente su atuendo y su figura, si le gustaban los coches elegantes, la ropa de marca, las joyas, las apuestas en el hipódromo, nunca, hasta al fin de sus días, olvidó sus orígenes menesterosos, una infancia, adolescencia y primera juventud de conventillo (más de la mitad de su vida) –en la calle de Uruguay y luego en calle Corrientes, muy cerca del mercado del Abasto–, que fue pobre entre los pobres, y que no se cansó, dándose perfectamente cuenta no pocas veces que le tomaban el pelo, de darle la mano al necesitado o al que fingía serlo. Se le tildó de manirroto, jamás de avaro. No fue un buscapleitos, pero demostró que podía ser valiente, dándose la ocasión que, por defender a un amigo (el actor Elías Alippi), de un tal Roberto Guevara, recibió un balazo, el cual se le quedó alojado en el cuerpo, pero que no afectó ningún órgano vital, lo cual generó una de las leyendas absurdas y banales que se crearon luego de su muerte, de que se balaceó con el piloto Ernesto Samper a causa de una mujer, lo que provocó el accidente aéreo. Contra lo que se ha dicho muchas veces –lo prueban los Barski–, el tal Roberto Guevara no era el tío del Che, sino un homónimo, un “joven arquitecto mendocino”, que a la hora de hacer el disparo le gritó: “¡Ya no vas a cantar, Moro!” No era ni de lejos la primera vez que demostraba su valentía. Un ejemplo: en la adolescencia pandillera –recuerda García Jiménez–, yendo una vez con unos compañeros de la Asociación Popular , se toparon con otra pandilla que hostigaba a tres jovencitas. Carlos se abalanzó sobre la cabeza visible, lo golpeó, dio empujones y cubriéndose, supo defenderse.

CRIOLLO QUERIDO
Cuando nos adentramos en la personalidad de Gardel, se cree que, de haberlo conocido un poco, habría sido un excelente camarada. ¿No dijo en 1952 el periodista Israel Chaz de Cruz: “Yo no fui íntimo amigo de Gardel. Pero bastaba hablar dos veces con él para gozar de su amistad”? Gardel fue uno de esos seres privilegiados que, quien lo trataba, no podía dejar de quererlo. En los recuerdos de quienes lo conocieron y fueron sus amigos, nadie vacila en resaltar una sencillez impar, una cordialidad que desprotegía, un don de gentes que se le daba con naturalidad, una simpatía y un lenguaje graciosísimo donde combinaba el habla diaria con el lunfardo. Para decirlo de una vez con una definición de García Lorca: Gardel tenía el duende. Mona Maris, la actriz principal de Cuesta abajo, en el reportaje fílmico de Codazzi, habla de que Gardel como persona, amigo y compañero de trabajo fue un ser extraordinario. “Tenía mucha suerte con las mujeres”, decía como si quizá pensara en ella misma. Fue a la vez “popular y gran señor”, resaltó Nicolás Olivari. Sólo rompió con su entorno íntimo cuando el abuso fue desmedido, y aún más, delirante, como el que sufrió de parte de su novia Isabel del Valle y su familia, como puede confirmarse en las cartas que dirigió a su apoderado Armando Defino, o al no ser posible de que Razzano continuara siendo su agente, cuando ya no formaban dueto. Era lógico: las vistas del Orientalito apenas iban más allá de Buenos Aires y Montevideo. Cosas de la vida. Cosas que da el arrepentimiento o las ganas de llevarse un poco de la intensa luz del mito gardeliano. Ambos, Isabel y Razzano, jamás lo olvidaron y no se cansaron de enaltecerlo después de fallecido. Isabel guardaba con celo cada cosa del novio antiguo como auténtico oro puro. En el reportaje fílmico de Codazzi, con emoción contagiosa, casi llorando, recordaba a Gardel, no sin una leve y piadosa picardía, como un “muchacho grande”, que la llevaba como a una niña a los juegos y como acompañante al hipódromo dominical a ver las carreras de caballos. Rememoraba las disputas con doña Berta, que la veía “muy nena”, a lo que ella respondía: “una se enamora del hombre, no de la edad”. A la pregunta de si era celosa, repuso que nunca lo fue, porque Gardel podía ver a las mujeres o éstas podían verlo, “pero siempre estaba conmigo”. Por su lado, Razzano dictó sus Memorias a Francisco García Jiménez, en las que más allá de algunos resentimientos, dejó la parte buena del corazón al recordar el tiempo compartido con el amigo y compañero musical por más de doce años –de 1913 a 1925–, esos años en los que nadie en la Argentina los igualó como cantantes y divulgadores de la música criolla y a partir de 1917 del tango. Lo que toca en esto de gloria a Razzano nadie se la quita.
A Gardel, por su lado, como señalan los Barski en la página 112 de su detalladísima biografía, “nada causaría mayor efecto [ …] en término de su afirmación cultural y artística que el vasto movimiento denominado ‘criollismo', en el que muchos hijos de inmigrantes buscaban su espacio de integración en la cosmopolita sociedad argentina del siglo xx ”. Como cantores de música criolla, el Orientalito y él fueron los herederos de extraordinarios payadores como Gabino Ezeiza, Nemesio Trejo , Arturo de Nava (autor de “El carretero”), y claro, de José Betinoti, quien llegó no solamente a influir en la manera de cantar de Gardel y en motivarlo a que buscara un “repertorio fijo” de canciones, sino hizo que se reforzaran su simpatía y su piedad por los condenados y los desheredados de la tierra. No en balde a Betinoti se le ve como el verdadero puente entre el cantor de milongas y el cantor de tangos.
Cuando salimos por la gran puerta del cementerio de La Chacarita empieza a caer la noche. Ya en la calle me viene una línea de “Adiós muchachos” que repetía mi padre cuando yo era muy niño y que después me he repetido como un lema de vida: “Contra el destino nadie la talla.”
Tomado de La Jornada Semanal